Por años, Estados Unidos ha jugado el papel del juez moral del planeta. Desde Washington, se dictan sanciones, se imponen castigos financieros y se construyen listas negras que deciden quién es “digno” de operar en el sistema económico global. La más famosa de todas, nacida en los años noventa bajo el gobierno de Bill Clinton, es la llamada “Lista Clinton”: un mecanismo supuestamente creado para frenar el narcotráfico, pero que con el tiempo se convirtió en un arma geopolítica de dominación y control.
Hoy, esa herramienta —la misma que congeló cuentas y destruyó economías locales en América Latina— vuelve a sonar. Según se comenta, Donald Trump habría ordenado congelar las cuentas del presidente Gustavo Petro bajo los pretextos de esa ley. Y aquí es donde la historia se torna irónica: porque la lista que lleva el nombre de Bill Clinton se aplica con mano dura en el sur, mientras los autores de esa “moralidad financiera” están lejos de ser ejemplo de ética o transparencia.
Bill Clinton: El expresidente Clinton, a quien debemos la creación de esa famosa lista, no ha podido borrar de su legado el escándalo sexual que lo enfrentó a un juicio político en 1998. Pero eso es apenas la superficie. Su relación con Jeffrey Epstein — acusado de tráfico sexual de menores— y los registros de vuelos en el tristemente célebre “Lolita Express” son un recordatorio incómodo de la doble moral norteamericana. Mientras se construyen listas para perseguir narcos y empresarios extranjeros, los abusos dentro de sus propias élites se esconden bajo el tapete del poder.
Y si hablamos de poder, la llamada **Fundación Clinton** es otro símbolo de contradicción: presentada como una organización filantrópica, fue objeto de múltiples cuestionamientos por recibir millones de dólares de gobiernos y corporaciones extranjeras justo cuando Hillary Clinton ejercía como Secretaria de Estado. En cualquier otro país, eso se llamaría tráfico de influencias; en Estados Unidos, se llama “diplomacia”.
Hillary y la política del doble filo la señora con moral importada: la del discurso humanitario que encubre intervenciones militares. Bajo su gestión, Libia fue destruida, miles de civiles murieron y un país estable terminó convertido en un campo de guerra y esclavitud moderna. Sin embargo, esa misma voz que autorizó bombardeos, exige a otros “respetar el orden internacional”. Es la retórica del imperio: matar en nombre de la paz, sancionar en nombre de la justicia y dominar en nombre de la libertad.
Donald Trump no cambió el juego: lo perfeccionó. Convirtió las sanciones económicas en un arma directa de presión política. Congelar cuentas, bloquear créditos, aislar gobiernos: ese es el nuevo campo de batalla. La excusa es siempre la misma: “corrupción”, “narcotráfico” o “amenaza a la democracia”. Pero detrás de cada medida hay intereses económicos, rivalidades energéticas y estrategias de sometimiento. Si mañana Petro —o cualquier otro líder latinoamericano— ve sus activos congelados, no será por ética ni por justicia, sino por conveniencia y control.
Aquí no se trata de si Petro es bueno o malo, porque ningún presidente lo es. De lo que realmente se trata es de la gente común, de un país cansado de que unos presidentes psicópatas se crean superiores a los demás y, de paso, se lleven por delante a los ciudadanos inocentes.
La moral como herramienta de guerra: La llamada “moral estadounidense” no es un principio: es un instrumento. Sirve para señalar, dividir, castigar y reordenar el tablero global según su conveniencia. Estados Unidos impone reglas que no cumple, exige pureza que no practica y predica virtudes que su propia historia desmiente. Basta recordar Vietnam, Irak, Afganistán, Libia, las cárceles secretas y las corporaciones que saquean recursos bajo banderas de libertad.
La “Lista Clinton” no es una política de justicia, es una muestra de arrogancia imperial. Una máscara legal para castigar a quienes no obedecen el guion de Washington. Una herramienta para vestir de ley lo que, en el fondo, es puro poder.
El sur ya no debe aceptar sermones del norte
Conclusión
Los pueblos Suramericanos llevan siglos soportando el dedo acusador de los mismos que controlan los bancos, los medios y los ejércitos del mundo. Ya es hora de hablar claro: Estados Unidos no tiene autoridad moral para dictar conducta a nadie. Su historia está manchada de intervenciones, conspiraciones, manipulación mediática y explotación. Si alguien debe rendir cuentas ante el mundo, son ellos.
Porque el verdadero narcotráfico no es el de los barrios pobres ni de los campesinos que sobreviven; es el del dinero sucio que fluye por Wall Street. La verdadera corrupción no es el pueblo Suramericano; es la del sistema financiero global que protege a los poderosos y castiga a los débiles.
El verdadero crimen, imperdonable, es de quienes pregonan ‘dignidad’ mientras sus propios abusos los gobiernan, encerrados en un palacio de hipocresía y corrupción.
Todos unos degenerados de mierda